Cuando
uno se enfrenta a escribir sobre alguien, no dudo de que es posible
que hable sólo de lo que de forma parcial es capaz de ver. Incluso
es posible que, en buena medida, al hacer eso y por mero defecto,
termine hablando de sí mismo. No sé si me explico, o si me
entienden, pero supongo que eso da igual.
El
caso es que a partir de El
nombre de los hombres,
publicado por Baile del Sol. He leído y he revisitado la poesía de
Juan Cruz López con asiduidad. Una poesía limpia, múltiple,
desprovista de mucho artefacto ornamental, pero que nada más ser
leída, pareciera haber sido rumiada durante toda una vida. Siendo
que pareciera también, al menos para mí, que su obra hubiera
adquirido pleno sentido a partir de esa lectura. No queriendo esto
decir que su obra sea reducible a esta visión, mi visión de su
obra.
Pero
si uno lee también Atlas
de una juventud en fuga,
existen ciertas cartografías poéticas comunes entre ambas obras.
Continuidades aunque también rupturas. Incluso me atrevería a decir
que «El
nombre de los hombres»,
viene a ser como una cosmogonía poética en la que se recogen buena
parte de los temas y subtemas que han recorrido su obra.
Una
obra minuciosa, hercúlea, una batalla constante consigo mismo, que
se deja sentir en la lectura, y en la que fluye una tensión
constante entre lo trascendente o lo inmanente, vistos desde el lado
más complicado: el de la cotidianidad. Versos siempre como enfermos
de puro cansancio existencial, pero también repletos de una lucidez
vital que termina por empaparte. Líneas que siempre encuentran sobre
sí mismas, la manera de escapar hacia adelante, de realizar en ese
afuera más absoluto, que es la blancura del papel, una doblez sobre
sí mismos para no caer o resbalar en la temida nada, en el vacío
más absoluto, en el puro abandono. Una lucha sin cuartel pero sin
euforias. Camino a camino, día a día, palabra a palabra, para ser
capaz de con el ímpetu de los hombres pero también con su mesura,
ser capaz de forjar y hallar su propio nombre. Un nombre que no sepa
a mucho ni a poco, que se reconozca no sólo en su rostro. Y que en
mitad del conflicto advierta que no estamos solos y que desde ahí,
quién sabe.
La
obra de Juan Cruz López suena al silencio que deja tras de sí la
música. Es una voz poética propia de una naturaleza tan viva, tan
robusta, tan fuerte, que siempre es recomendable revisitarla, porque
no se agota, ni perece, ni caduca.
Pero
estas son mis palabras, mejor acudan a su obra.
Antonio Palacios
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